Hay algo de decadente en la música de
Royal Blood –y más adelante explicaremos por qué-, un dúo británico que irrumpió en 2014 en el mainstream internacional con la contundencia típica de todas aquellas bandas llamadas a ser la última encarnación del rock, del de verdad, del bueno. Los últimos abanderados del rock ‘n’ roll para el gran público. Vaya, el modo perfecto de empaquetar algo y venderlo a la gran masa consumidora de música. Una masa que se queja de lo mal que está todo –musicalmente hablando-, al tiempo que permanece inmóvil, consumiendo lo que la industria les arroja, como quien espera al mesías frente a un predicador en pos de una salvación que nunca llega -ni va a llegar, desde luego-. Vaya, la eterna promesa que tantas rentas genera. Pero
Royal Blood no son los primeros, ni serán los últimos, en ser expuestos de este modo ante el gran público. Tampoco son culpables de ello. Por esta especie de desfile han pasado bandas de lo más mediáticas, como los propios
Foo Fighters o
Muse. Grupos que, en algún momento, fueron objeto de manipulación por parte de las grandes multinacionales que gobiernan el panorama musical internacional –aunque algunos prefieran y se empeñen en llamarlo
hype-.
¿Y qué quiere decir todo esto?, estarás preguntándote. Pues muy sencillo; significa que aunque
Royal Blood presentan una propuesta con un alto grado de interés –no vamos a negarlo-, no están inventando aquí la rueda, ni lo pretenden, por mucho que otros nos los vendan de ese modo. Y es que su sonido, al fin y al cabo, se nutre de todas esas influencias que vienen directas del stoner y el desert rock, ese tipo de texturas que perfilan bandas como Kyuss, Queens Of The Stone Age o
Them Crooked Vultures , pero bajo una aproximación mucho más minimalista, si se quiere; y, sobre todo, perfectamente accesible a casi cualquier tipo de público. Y he aquí el aspecto decadente que comentábamos antes, porque este mismo enfoque, reducido a la presencia de tan sólo un bajo y una batería, es casi una declaración de intenciones; como una deconstrucción del rock en sí mismo, una vuelta a lo eminentemente rítmico, al
groove y a lo ancestral. Quizás sea como admitir que todo, hoy, tenga un exceso de ingredientes; admitir que, quizás hayamos ido demasiado lejos y nos estemos complicando demasiado la existencia buscando fórmulas complejas, cuando la forma más sencilla de nutrirse es alimentarse de compuestos simples y huir de aquello que está excesivamente procesado. No quiere decir que su música sea simple, o que no haya un importante trabajo de producción; pero la propuesta afronta ese enfoque, en el sentido de querer plantearla de un modo muy reducido y autolimitado por la única presencia de dos instrumentos, exprimiéndolos hasta sus últimas consecuencias. Eso sí, con una elegancia y maestría considerables.
En lo estrictamente musical, ya hemos aludido a sus principales referencias (el stoner y el desert rock), pero también hay algo de rock progresivo a lo Led Zeppelin (ese tratamiento del bajo) y de blues –en la medida en que éste se puede plasmar en un proyecto de estas características, claro está-. Y esto es algo que vas a poder comprobar en todos y cada uno de los riffs presentes en el LP. Desde “Out Of The Black”, que abre el disco, hasta “Better Strangers”, pasando por “You Can Be So Cruel” o “Little Monster” –que recuerda, incluso, a
Foo Fighters -. El resultado es una mezcla potente, paradójicamente densa (pese a la aparente simplicidad de su planteamiento), de toques blues, pero que en su seno guarda un conjunto de influencias perfectamente reconocibles. Un cocktail que funciona la mar de bien, para qué negarlo. Ahora bien, de ahí a considerarles los enésimos salvadores del rock –según algunos medios-, creemos que va un trecho. Sobre todo, porque el tiempo debería acabar de darles o quitarles la razón, y para eso aún deben pasar algunos discos. Éste, de momento, podría ser el primero de una interesante carrera. Los años dirán el resto.