La trayectoria de
AFI , ya desde sus comienzos, ha sido algo extravagante. De unos inicios vinculados al hardcore, el punkrock y el horrorpunk –al menos por temática en sus primeros años-, pasaron a llevar a cabo a producciones mucho más pop, con un marcado carácter comercial, justo en el momento en el que, de nuevo, el mal llamado emo dominaba la escena alternativa, y a caballo entre ese género y el pop rock más ovbio, aunque ellos siempre tirasen más de la estética gótica que otra cosa. De aquella época surgieron álbumes como “Decemberunderground” o “Crash Love”, por poner un par de ejemplos. Pero las cosas no acabaron, quizá, de explotar como ellos esperaban, y decidieron tomarse un descanso de cuatro años, tras el que publicaron “Burials”, un disco que, por primera vez en mucho tiempo, sí nos llamaba la atención viniendo de
AFI. Con un sonido más vinculado al metal industrial y al metal gótico, la banda se sumía en un álbum mucho más oscuro e inquietante. Había algo de ‘peligrosidad’ en él.
Y cuando creíamos que el grupo iba a tratar de indagar algo más en esa senda, Davey Havock y los suyos dan otro volantazo para tratar de aterrizar en una zona algo más cómoda con este nuevo LP. En “
AFI (The Blood Album)” –su décimo trabajo discográfico- hay algo que les conecta con el sonido más accesible de su época más comercial. Y eso, que va a encantar a muchos fans de aquellos discos, es algo que va en detrimento de esa valentía que habían mostrado al tratar de romper sus propios límites con “Burials”. Y aunque existen momentos de brillo como “Hidden Knives”, “So Beneath You” o, incluso, “Aurelia”, el grupo tiende a evocar la época de “Miss Murder” -aunque sin llegar al impacto que supuso aquel single-, y el conjunto del disco, incluidos los primeros adelantos y primer single, no convencen en absoluto, resultado en un álbum bastante blando y mediocre –o, si lo prefieres: monótono y sin sustancia-. En este sentido, temas como “Get Hurt” son absolutamente olvidables e, incluso, infumables aunque, por otro lado, hay pasajes que, aun quedándose a medias, suenan interesantes, como el estribillo de “Dumb Kids”, por mencionar un ejemplo.
Y siempre sugerimos lo mismo, ojo: las bandas no están obligadas a hacer nada. O, mejor dicho, tienen derecho a hacer lo que les plazca, tanto si eso implica una reinvención completa, como si significa recrearse en el sonido que llevan haciendo durante diez años. La decisión que tomen es –o debería ser- única y absolutamente suya. El problema viene cuando un grupo muestra una veta interesante y con sustancia, te abre las puertas a nuevos horizontes con su música, ves que esas intenciones funcionan a las mil maravillas, y en su siguiente disco toman la dirección diametralmente opuesta. ¿Cómo es posible?, te acabas preguntando. Porque uno, a estas alturas, y aunque la banda tenga todo el derecho a hacer lo que quiera, espera algo más de riesgo, algo menos de pop simplón; porque ya han demostrado que son capaces de llevar su música al límite, de dotarla de más contundencia y personalidad; así que, teniendo la oportunidad de desmarcarse y crear una huella muy personal, es incomprensible que prefieran quedarse en terreno de nadie.