Era octubre de 2016 cuando se anunciaba que Chuck Berry , nada más y nada menos, estaba trabajando en un nuevo disco, después de haber pasado 37 años sin haber publicado nuevo material discográfico. Y lo iba a hacer en 2017, a sus 90 años largos, sin nada particular que demostrar. Porque sí, por el placer de hacerlo, probablemente. O porque, quizá, pensó… ‘demonios, pensaba que fue ayer que publiqué “Rock It”… va a ser hora de hacer algo…’. Poca gente lo sabía, pero lo cierto es que Chuck llevaba trabajando en esas canciones desde hacía ya unos cuantos años –en concreto, entre 1991 y 2014, aunque algunos temas fueron compuestos, incluso, durante los años 80-. La cuestión es que la alegría no nos duró mucho. O, mejor dicho, se nos volvió algo amarga antes, siquiera, de poder degustarla, porque, como ya todos sabéis, Chuck Berry falleció cinco meses después, en marzo de 2017.

Y es curioso, porque lo que ha acabado convirtiéndose en un disco póstumo, suena más vivo que nunca. Lejos de ser un ejercicio meramente revisionista, “Chuck” es un disco de rock ‘n’ roll y blues espectacular. Un ejercicio de estilo perfecto, plagado de guiños a sus primeros éxitos y, cómo no, recreándose en ese sonido que, de algún modo, él contribuyó a moldear -¡y de qué manera!-. Ahí tienes referencias a “Sweet Little Sixteen” en “Darlin’” (aunque suena totalmente distinta), o una secuela de “Johnny B. Goode” en “Lady B. Goode”, eso, por no mencionar “Jamaica Moon”, que no es otra cosa que “Havana Moon” reinterpretada, ya que, como él mismo dijo en 2001, tenía intención de regrabarla. Y así, los guiños van salpicando el disco a lo largo de los 10 temas que componen el álbum. “Big Boys” es un tema espectacular, que recupera sin vergüenza las vibraciones de los temas de antaño, una canción pegadiza y con groove. Un auténtico temazo que suena clásico al 100%.

Muchos podrán pensar que 10 canciones, después de 37 años, es una ridiculez. Bueno, quizá tengan algo de razón, pero también es cierto que Berry, durante las últimas décadas, dio mucha más prioridad a dar conciertos que a las grabaciones –eso por no mencionar que, en 1989, su estudio personal fue pasto de las llamas, que se llevaron por delante cintas de grabaciones en las que había estado trabajando durante mucho tiempo-. E insistimos, no es un mero ejercicio de revisionismo porque sí. Es un disco que refleja, en muchos aspectos, el momento vital de Chuck. De este modo, en “Darlin’”, por ejemplo, Berry canta junto a su hija una especie de balada con un tono de despedida que te parte en dos. Es un blues con una apariencia inofensiva, pero con detalles que horadan la consciencia porque, en esencia, habla de la condición mortal del ser humano, e insinúa la despedida entre un padre y su hija.

“Chuck” supone, pues, el último episodio de una carrera que trasciende lo meramente discográfico. Es el epitafio de una de las figuras más importantes de la historia de la música moderna. Es el último suspiro de uno de los músicos que dieron forma, como decíamos, al rock ‘n’ roll como género y como base para tantas y tantas bandas que vendrían poco después de él. Y no importa nada si el disco cosecha parabienes o críticas negativas. La muerte de Chuck es, incluso, irónica. Si nunca había dado importancia a lo que la crítica más sesuda y especializada pudiera decir sobre sus canciones, hoy todavía le importa menos. Se fue dejándonos un último disco… “ahí lo tenéis, yo no voy a estar para escuchar lo que digáis de él”. Y la cuestión es que, muy al contrario de lo que algunos puedan pensar antes de escucharlo, con este álbum el respeto que se ha ganado durante décadas permanece intacto. Su legado se reafirma, y su figura se perfila una última vez acompañada de la mejor banda sonora que podría tener.

Buen viaje, maestro.